jueves, 21 de mayo de 2009


De dónde vienes? ¿Adónde vas? ¿Con quién? ¿Qué haces? ¿Con quién hablas? ¿A qué hora vendrás? ¿A qué hora llegaste? ¿Vas a salir? ¿Hoy no sales? ¿Y por qué?...
Todas estas preguntas y muchas más de este estilo, aún hoy, en que en el horizonte veo como comienzan a desplegarse mis años, me las continúa haciendo mi madre cada vez que se tercia. Y no sólo mi madre, sino cualquier amiga que se cruce conmigo cuando paseo por mi pueblo, o alguna vecina que me salga al encuentro en la escalera… Y yo siempre doy explicaciones de mis actos, sobre todo porque es una costumbre y ya se sabe lo difícil que es erradicar las costumbres. A mi no me molesta la mayoría de las veces oír estas impertinentes encuestas, porque bien sé que las preguntas son más por cortesía, o por entablar una conversación, que por el simple hecho de cotillear o criticar.
¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? ¿Con quién? ¿Qué haces? ¿Con quién hablas? ¿A qué hora vendrás? ¿A qué hora llegaste? ¿Vas a salir? ¿Hoy no sales? ¿Y por qué?... Todas estas interrogantes le lanzo a mi hijo -el de la eterna adolescencia- y me dice que lo agobio.
Así que llevo días realizando ejercicios de mudez.
Hay veces que me quedo con la pregunta en el cielo de la boca, o la paralizo en la punta de la lengua, y otras se me escapa sin rienda, e interiormente me maldigo por haberla lanzado impetuosamente y así perder puntos en mi adiestramiento especial, de mutismo, para estos casos.
Y lo peor de todo esto es que el día que apruebas con un sobresaliente (lo que quiere decir que te tragas enteritas las interrogantes), ese portentoso día, es mi propio hijo el que me interpela extrañado: “Mamá, ¿qué te pasa que no me has preguntado de dónde y con quién vengo?”
¡Vivir para creer!

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